PIERO

Casi todas las tardes nos encontrábamos en un bar del centro. El primero en llegar era Paco, pedía un café, sacaba los cigarrillos, los colocaba arriba de la mesa junto a su encendedor Zippo y se acomodaba en la silla esperando a los demás. Era delgado y muy canchero, vestía como Fonzi -protagonista de una vieja serie norteamericana-, campera de cuero negra, jeans chupitos, botas tejanas y usaba un arito en forma de medialuna en la oreja derecha. Un autentico rockers. Yo era un rolinga, de pelo largo, flequillo, remera con lengua, jeans gastados y zapatillas. Solía llegar un poco mas tarde, no me gustaba ser de los primeros. Me sentaba de frente a la puerta pues me gustaba mirar hacia la calle; también pedía un café pero, a diferencia de él, yo no fumaba. Solían venir al bar algunas chicas pero no era muy habitual que lo hicieran durante la semana, en cambio los sábados y domingos se quedaban casi todo el día con nosotros. Una tarde, una de ellas vino acompañada por una amiga, una rubia de pelo largo, ojos claros y una sonrisa contagiosa. Vestía una remera blanca, un jeans ajustado y zapatillas. Se presentó, pidió permiso para sentarse y, por supuesto, accedimos inmediatamente. No era muy frecuente conocer una blonda entre rockers, rolingas y normales. Con el correr del tiempo se fue integrando a la mesa, se divertía mucho con el abanico de pavadas que hablábamos cada día. Comenzamos a cruzar miradas, a sentarnos mas cerca, a compartir. Me gustaba. Poco a poco nos fuimos arrimando y un viernes por la noche la invite a escuchar una banda de rock'n roll en un perdido pub y, aunque mucho no le gustó, aproveche el acontecimiento para tirarme un lance. Tuve éxito, comenzamos a salir. No eran muchas las ocasiones en que alguien de nosotros podía salir con una rubia.
A medida que pasaban los días nos fuimos conociendo mas, supe que tenía un par de hermanos, que vivía en un departamento no muy lejos del centro, que iba al bachillerato, que estudiaba piano, etc. En una ocasión en que la acompañe hasta su casa, me invitó a pasar para conocer a sus padres y hermanos. En el momento dudé, mi aspecto de rolinga no era halagador, pero insistió tanto que no tuve muchas chances y fue así que conocí a su familia. Luego de las formalidades de rigor e intercambiar una que otra palabra con su madre, me llevó a su cuarto, quería contarme algo que hasta ese momento yo ignoraba. Al observar con detenimiento su habitación comencé a deducir de que se trataba. Era fanática de Piero, ¡¡¡de Piero…!!!, el mas horrible cantautor que había escuchado en mi vida! No recuerdo como hice para disimular mi desagrado. Me quedé callado y creo que ese silencio y una leve sonrisa sirvieron para digerir el mal trago. Por supuesto que después de oír esas horrorosas canciones me preguntó si me gustaba. ¿Que decir? ¿Cómo explicarle?, nunca lo había escuchado comenté. Error, tuve que escuchar todo un disco y un par de canciones de otro. Nos quedamos conversando un largo rato, acompañados de esa espantosa música y sus soporíferas letras, hasta que se hizo de noche. Mientras la oía contar sus anécdotas con sus amigas de la secundaria me preguntaba como hacer para estar con ella sin tener que escuchar semejante bodrio. De a poco me fui adaptando, trataba de ir menos a su casa, de salir más, de ir con mayor frecuencia al bar, etc. Mis amigos nada sabían de este particular gusto de mi chica y tampoco les contaba para evitar las burlas. Los conocía. Y un rolinga como yo no lo podía permitir. Hasta ese momento controlaba la situación bastante bien pero todo cambio cuando, una tarde caminando por una calle céntrica, vimos un gran afiche con la cara de Piero donde se anunciaba que estaría en la ciudad para dar un par de conciertos. De no creer. La rubia, emocionada, rápidamente buscó en el anuncio la dirección del lugar donde se vendían las entradas; me miró, me sonrió y comprendí que no tenía más opción que acompañarla. Llegamos hasta una tienda de discos y cassettes, entramos, averiguó por las entradas e inmediatamente le preguntaron cuantas quería, yo me quedé alejado mirando algunos discos en las bateas de rock'n roll. Salimos, le pregunté si había conseguido y, para mi sorpresa, me dijo que había comprado dos y que le gustaría que le acompañara. Ni en pedo. Busqué todas las excusas posibles para decirle que no podía, que tenía otros compromisos, pero la tristeza que se dibujo en su rostro terminó por convencerme. Iría a ver a Piero y, lo más doloroso, tendría que escucharlo. Un fana de los Rolling Stones en un concierto del somnífero Piero. Increíble. Sin embargo me satisfacía la idea de que a nadie de mis amigos se le ocurriría ir, por lo tanto no se enterarían y todo seguiría como si nada hubiera pasado. No quería imaginar lo que pasaría si se enterasen de que un rolinga de pura cepa como yo fue a un recital de Piero. Tendrían material para burlarse durante un año. Durante la semana previa al concierto nada dije y trate de no tocar el tema. A la noche, cuando me iba a dormir, intentaba imaginarme sentado delante del escenario viendo y escuchando lo que consideraba inescuchable. No lo podía creer. Trataba de autoconvencerme de que mis intenciones con la rubia eran solo sexuales y que para alcanzar mi objetivo tenía que hacer todo lo posible y eso incluía soportar lo tedioso de su música. El fin justificaba los medios.
El día del recital le propuse que me esperara en su casa, la pasaría a buscar e iríamos directamente. Quería evitar encontrarnos previamente en el bar pues, de ser así, mis amigos se darían cuenta.
En sí el concierto nada tuvo de extraordinario, aburrido y, desde mi óptica rockera, depresivo. La rubia salió enloquecida, cantó todas las canciones, bailó y aplaudió a rabiar. Mi estado era diferente, después de dos eternas horas de escuchar esa música espantosa sólo quería irme a cualquier parte, lejos de ahí. Al salir le propuse ir a mi casa. Ese fin de semana mis padres se habían ido de viaje y estaríamos solos. No tuve éxito. Será la próxima pensé. La acompañe hasta su departamento, nos saludamos y quedamos en vernos al otro día.
Esa mañana me levante temprano, encendí la radio, preparé café y cuando me disponía a desayunar sonó el timbre de la puerta. Era ella, le abrí, entró rápidamente y me dijo que tenía una sorpresa para darme. Me quedé en silencio, esperando y comenzó a contarme. Terminó y me preguntó que me parecía. Era la peor idea que había escuchado hasta ese momento, pero como mis intenciones para con ella eran claramente sexuales respondí con un contundente si. Iríamos a ver y a escuchar a Piero nuevamente, esta vez con un grabador escondido. Accedí porque sabía que si pasaba esta prueba la rubia sería mía. Fue así que esa misma noche volvimos y tuve que grabar disimuladamente el recital junto a los parlantes. Luego nos fuimos a mi casa y pasamos toda la noche juntos. Un éxito.
Continuamos saliendo por algunos meses hasta que la relación se terminó, pero no me voy a olvidar de aquellos insoportables conciertos a los que tuve que asistir en contra de mi voluntad rolinga para conseguir lo que me había propuesto.




Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.

EL ZUMA
Era una familia como todas. Una linda casa, auto, perros y gatos. El padre era el Sr. X., un pequeño comerciante local, casado con la Sra. Y., ama de casa; ambos eran padres de dos hijos adolescentes M. y N.
Llevaban ya cerca de quince años de matrimonio, habían superado todas las crisis hasta ahora conocidas, parecía que el vínculo entre ellos nunca se rompería. Hace algunos años, debido a la crisis política, social y económica del país decidieron irse a vivir a Europa. Remataron sus pertenencias y con lo poco que juntaron se exiliaron en España por un largo tiempo. Luego de varios años las circunstancias en el país mejoraron y fue entonces que decidieron volver. Comenzaron a planear el retorno, pero este regreso implicaba comenzar de nuevo, aun así, resolvieron que tenían que hacerlo. El Sr. X. fue el primero en llegar, con el dinero que habían logrado juntar en España alquiló una hermosa casa, compró muebles, electrodomésticos y fue preparando de a poco el ansiado regreso de su familia. Fue así que en poco tiempo todos estaban de vuelta.
Al comenzar el siguiente año sus hijos continuaron su educacion en un instituo privado. Esto significó un nuevo gasto, esta vez no solo en útiles escolares, uniformes y todo aquello relacionado con la educación, sino también en una moderna computadora. Este detalle no es menor porque tal vez haya sido el motivo del relato.
A medida que transcurrían los meses toda la familia se iba adaptando a su nueva vida. Colocaron la computadora en el living para que todos la pudieran usar, instalaron servicio de Internet y algunos programas educativos, de esa manera no solo estaban informados sino también comunicados con aquellos afectos que habían dejado en España. Hasta ese momento no existía problema alguno para utilizar la computadora pues cada uno de ellos tenía horarios diferentes, el Sr. X. se iba a trabajar muy temprano y regresaba caída la tarde, además no era muy adepto a la informática; el mayor de los hijos iba al colegio en el turno de la mañana, el menor a la tarde y la Sra. Y. se dedicaba a las tareas del hogar y estaba, por lo tanto, casi todo el día en la casa. Esta situación hacia que cada uno tuviera sus propios momentos frente a la máquina.
Una noche en que decidieron ofrecer una cena para sus amigos como hacían habitualmente, uno de ellos, al ver la flamante computadora, les sugirió bajar de Internet un divertido juego, “el Zuma”. Se trataba de un inofensivo y entretenido juego de habilidad en que van apareciendo bolas llenando un laberinto y una simpática ranita disparaba proyectiles de colores tratando de eliminarlas antes de que lleguen hasta el punto final, nada importante. Pero el invitado nunca pensó en las consecuencias que aquella sugerencia podría causar. Esa misma noche instalaron el juego.
A partir de ese momento lo que se mostraba como una vida sin sobresaltos se fue transformando de a poco en un desorden familiar de impensada magnitud. Rápidamente aprendieron a jugar y comenzó así una acelerada carrera para ver quien obtenía mayor puntaje, o para ver quien podía superar los distintos niveles que el juego proponía. La inofensiva ranita que disparaba bolitas de colores se tornó un vicio y jugar, una obsesión.
Todo ese orden familiar que los caracterizaba se quebró y cualquier excusa era buena para no cumplir con sus tareas habituales y los horarios que se habían impuesto. El Sr. X. poco a poco dejo de ir a su trabajo, la Sra. Y. ya no se dedicaba como antes al mantenimiento de la casa, sus hijos empezaron a enfermarse con más frecuencia, no porque fueran susceptibles de contagiarse alguna enfermedad, sino porque les servía de pretexto para no ir al colegio y dedicarse de lleno al Zuma. Progresivamente los hábitos de vida fueron mutando y acarreando consecuencias inesperadas. El pequeño comercio del Sr. X. cada día abría mas tarde y cerraba mas temprano, ya no se quedaba al mediodía como antes sino que cerraba con la excusa de ir a almorzar con su familia, pero ya se sabía que volvía a su casa solo para jugar. El rendimiento del negocio fue mermando. A medida que el tiempo transcurría ya no generaba el dinero suficiente para sostener a los suyos. Los hijos M. y N. se ausentaban con mayor asiduidad al colegio, no sentían la obligación de ir, solo querían superarse en el juego. La Sra. Y., que por estar más tiempo en la casa era quien más niveles del juego alcanzaba y más puntos obtenía, se había olvidado por completo de la limpieza y el orden, y la casa se veía cada vez mas desprolija y desordenada. La armonía se estaba convirtiendo en un desconcierto.
Como los miembros de la familia estaban cada vez mas en la casa, se generaron muchas diferencias, cada cual quería jugar a toda hora y los tiempos de cada uno, que en un principio estaban definidos, ahora quedaban encimados y la convivencia se tornaba difícil. Cuando alguien perdía, enseguida empezaba una lucha entre los demás para ver a quien le tocaba y muchas veces esa lucha acababa en una interminable discusión. El Sr. X., que imponía su autoridad ya no podía hacerlo, pues todos sabían que lo hacía para poder disponer de mas tiempo para jugar. El Zuma se estaba devorando la familia.
Con el transcurrir de los días la situación se fue agravando, las discusiones se suscitaban a diario, los gritos dominaban el ambiente, la casa era un desorden. En tan solo un mes la estabilidad que reinaba en el hogar se desmoronó.
Una noche en que la Sra. Y. llevaba tres horas frente a la pantalla y ya estaba alcanzando el último nivel y el mayor puntaje, el Sr. X., en un arrebato de envidia, decidió cortar la luz con el fin de que no llegara al final del juego; sigilosamente se dirigió hacia la caja que contiene los interruptores térmicos y bajó las llaves. Por un segundo uno de sus hijos lo vió, le avisó a su madre y se desató lo que ya no se podía contener, un caos familiar sin solución. Comenzaron a reñir acaloradamente, el nivel de la discusión fue subiendo de tono hasta que la Sra. Y. agarró un cenicero de cerámica de grandes dimensiones que servía de adorno en la pequeña mesa del living y lo arrojó contra su marido. Éste se dio cuenta de la maniobra y alcanzó a agacharse evitando que le diera de lleno en la cabeza. El cenicero, dejando en su trayectoria en la sucia alfombra todas las colillas acumuladas, fue a dar contra la ventana destrozando los vidrios y cayendo en el patio. La respuesta no tardó en llegar, el Sr. X., desencajado por la agresión, arremetió con furia contra su mujer. Nunca se sabrá con que intención porque al tratar de agarrarla, sus hijos, que intuyeron lo que podría pasar, se interpusieron entre ellos. La Sra. Y. aprovechó el instante y corrió hacia la cocina, tomó un cuchillo que estaba arriba de la mesa y regresó furiosa al living. M. y N., trataron de apaciguar los ánimos, el menor intentando contener la ira de la madre y el mayor empujando a su padre hacia la puerta para que se vaya. El Sr. X., quizás tomando conciencia de la violenta situación y las posibles consecuencias, alcanzó la puerta de calle y salió rápidamente de la casa, recorrió los pocos metros que hay hasta el portón que da a la vereda, lo abrió y se perdió calle abajo. La Sra. Y. se dejó caer en la alfombra y se quedó callada durante un largo rato sin soltar el cuchillo. La casa, sin luz, quedó en silencio, solo se escuchaban los sollozos de sus hijos. Por un momento N. miró de reojo el monitor apagado de la computadora y le pareció adivinar la sonrisa socarrona de la inofensiva ranita, pero solo fue su imaginación.
Aquel acontecimiento precipitó el final de la familia. El Sr. X., aunque aquella noche regresó a su casa, nunca pudo recuperar la armonía familiar, días después se separaron, él se fue a vivir a un pequeño departamento en el centro de la ciudad; la Sra. Y. se quedó en la casa por un tiempo y luego volvió a su ciudad natal junto a M. y N. Si bien ambos hijos se oponían a la mudanza, la decisión estaba tomada. Cuando estaban embalando sus pertenencias se miraron y, sin decir nada pues no hacía falta, decidieron regalar la computadora, no sin antes borrar todos los archivos incluyendo el adictivo juego.
El Sr. X., luego de varios meses de terapia, regresó a su antiguo comercio, tuvo que dedicarle muchas horas para recuperar el capital y el tiempo perdido. Tal vez por un sentimiento de culpa, aceptó la decisión de su ex-esposa y de sus hijos de mudarse a otra ciudad y se comprometió a viajar regularmente para visitarlos.
El Zuma solo desapareció de sus vidas, pero saben que está latente en el espacio virtual esperando ser adoptado por otra ingenua familia.

-Pablo Silva-